Noticia de un viajero sefardí en Calatayud

Autor de esta recopilación de datos testimoniales: Manuel Casado López.

El hecho que narro a continuación se produjo por los últimos años de la década de 1960. Recojo en él los testimonios orales aportados por José Gutiérrez Cortés y Manuel Casado Abad. Éstos, junto a otros tertulianos avecindados en la plaza de la Jolea y sus alrededores, estaban reunidos, como era su costumbre después de dar de mano, en el patio taller de la modesta fábrica de pinturas regentada por José, alias Chuleva, que ejercía de anfitrión.

Una tarde del mes de julio se presentó ante ellos un señor alto, delgado y bien vestido. Preguntó educadamente si le podían indicar dónde estaba la plaza de la Figuera. Los tertulianos, por su aspecto y el acento, dedujeron que era forastero y se interesaron por la persona a la que buscaba. El desconocido les dijo que había venido de muy lejos porque le gustaría ver la casa de sus antepasados, si es que todavía seguía en pie.

Se presentó al grupo como un profesor de la universidad de Tel Aviv, en Israel, donde ahora residía. Había viajado a Calatayud porque mantenía los vínculos de añoranza y afecto hacia Sefarad ya que sus antepasados vivieron en esta ciudad y eran sefardíes. Era habitual entre ellos conservar como un tesoro el legado de sus mayores, por eso transmitían de padres a hijos, generación tras generación, las costumbres, tradiciones, refranes y prácticas sefarditas en sus reuniones periódicas donde se mantenía el ladino, un castellano medieval divulgado oralmente.

En esas conversaciones rememoraban la vida cotidiana, sus lazos familiares, las relaciones con otros judíos y con los conversos de la ciudad, sus pertenencias, casas, huertos, fincas, majuelos, etc. Hablaban también de sus relaciones sociales, las entregas de dinero y préstamos en comanda que daban, de los censos o treudos perpetuos y pensiones que recibían o pagaban y de su participación en la administración de la aljama judaica a la que pertenecían.

Uno de los temas más esperados por toda la familia era cuando se hablaba de la casa. La suya, en particular, se situaba al fondo de la plaza de la Figuera y al inicio de una carrera estrecha. De los lugares contiguos a ella recordaba los comentarios sobre la construcción del campanario de una cercana torre mudéjar. Y, en cuanto a sus vecinos, nombraban a los afamados Santángel y a los Cabra, mercaderes de vinos y licores.

Añadió después que las familias sefardíes conservaban las llaves de sus casas, aquellas que cerraron sus ancestros en el año 1492 al ser obligados a abandonar esta tierra tan querida y las llevaron consigo en su diáspora. Esas llaves se heredaban con orgullo pensando en una posible vuelta. Eran su salvoconducto de vuelta a casa. Algunas familias las habían conservado y se mantenían hoy en un halo de leyenda.

Otras llaves están perdidas o quizá nunca conservadas por aquellos. Y, haciendo un silencio, sacó de su cartera una llave de canutillo como las que todavía se utilizan hoy para las cerraduras de las casas antiguas. “Esta llave cerró para siempre nuestra casa y yo he venido para abrirla de nuevo”, dijo convencido.

Detengo un momento el hilo de este relato para certificar los tres datos que el viajero aportó en la reunión. El primero alude a la callejuela que nace o termina al pie de la casa buscada y comunica la plaza de la Higuera con la de la Jolea. Es hoy una travesía muy poco transitada.

El segundo habla de la construcción del campanario de la iglesia de Santa María la Mayor de Calatayud que está documentado en el libro de Francisco Javier García Marco “Las comunidades mudéjares de Calatayud en el siglo XV”. En la página 273 transcribe una parte del documento nº 28 de fecha 24 de diciembre de 1498 “donde Mahoma de Duenyas otorga albarán de quinientos sueldos que se le debían por la construcción del campanario de Santa María de Calatayud”.

El tercero nombra a dos familias de conversos que residían en la plaza de la Higuera y eran colindantes con la suya. La investigadora del CSIC en el Departamento de Estudios Hebraicos y Sefardíes, del Instituto de Filología de Madrid, doña Encarnación Marín Padilla en su obra “Notas sobre la familia Constantín de Calatayud (1482-1488). Aragón en la Edad Media, nº 5, 1983”, hace referencia en la página 224 “a que un matrimonio judío visitaba a los Cabra que vivían en la plaza de la “figuera” y vendían vino”.

Tras esta obligada pausa, sigo con la narración comenzada. Nuestro viajero recogió la llave en el bolsillo de su chaqueta y acompañado por los dos testigos que relatan esta vivencia se encaminaron hacia la plaza de la Higuera. Al llegar allí el viajero observó la torre de Santa María y se orientó enseguida. Dirigió sus pasos hacia el fondo de la plaza y se paró delante de la casa que hoy tiene el nº 6, diciendo: “ésta es la que busco y la que fue casa de los míos”.

Sus acompañantes llamaron por su nombre a la propietaria y, mientras ésta bajada a la entrada, el viajero emocionado describió unas escaleras de subida y bajada, que daban acceso a un cuarto bajo. Entre los dos recuerdan que comentó: “Obradas a la izquierda del zaguán empedrado servían además para montar o desmontar de la cabalgadura. Luego nombró la ubicación del horno, la cuadra, la bodega y otras de la planta baja. Una amplia escalera daba acceso a la primera planta donde se ubicaba el hogar, la sala y las alcobas dormitorio. La planta superior  la empleaban como granero, almacenaje de productos, solanar para tender la ropa y lugar para las faenas domésticas de las mujeres”.

La señora Pilar, que escuchaba atónita la descripción de cada rincón de su casa, le dijo: “¡por lo que dice usted acredito que ya ha estado alguna vez aquí!” Los vecinos acompañantes le explicaron la situación y la actual dueña les invitó a pasar dentro, algo confusa. El viajero sacó su llave y, de forma ceremoniosa, hizo como que abría la puerta de la casa y entró dentro. Le acompañamos también nosotros por las estancias de la casa, descritas por él con anterioridad, y comprobamos su acierto.

El viajero agradeció con franqueza el favor y le comentó a la señora Pilar que se alegraba porque, en casi quinientos años, las dependencias de la casa apenas habían cambiado. Se despidió de ella prometiéndole volver con algunos miembros de su actual familia. Luego se dirigió a nosotros y nos abrazó con algunas lagrimillas en los ojos. El encentro había sido muy emotivo e instructivo para todos.

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