Presentación del libro «La pequeña llama»

LA PEQUEÑA LLAMA

Por: Francisco Tobajas Gallego

El pasado 17 de octubre se presentó en Calatayud el libro de poesía La pequeña llama, de la poeta melillense Nieves Muriel, ganador de la IV edición del Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz. Este premio, que se concede cada dos años, está patrocinado por el Ayuntamiento de Calatayud, el Centro de Estudios Bilbilitanos, la Diputación de Zaragoza y la UNED de Calatayud. Como reconoció Pilar Trell, Concejala de Cultura del Ayuntamiento de Calatayud, que hizo la presentación, este «galardón sitúa a la ciudad bilbilitana en una posición privilegiada en el panorama poético nacional e internacional». En aquella ocasión concurrieron un total de 212 originales, procedentes de España y de diversos países europeos y americanos. Tras una primera fase de selección, quedaron 21 finalistas. El jurado nombrado para la ocasión, acordó por unanimidad premiar La pequeña llama «por el aire limpio de su voz y por su hondura intencionadamente humilde, creadora de amplias emociones poéticas y humanas». Para el jurado se trataba de un «libro con encanto, que expresa un conjunto de sentimientos, ideas y reflexiones que son la realidad misma transformada en belleza».

La pequeña llama toma el título de unos versos de Juana de Ibarbourou, «que valoran la emoción de lo pequeño». Este libro entronca también con la lírica tradicional, con la cultura andalusí y árabe, y con la corriente feminista. En él los «poemas combinan acertadamente la sinceridad con cierta ingenuidad voluntaria para alcanzar la luz de la palabra y de la vida». En su presentación, José Verón destacó de este libro su naturalidad, su originalidad y su encanto. En la poesía de Nieves Muriel, como en la de Pepe Verón, también hay temas recurrentes, como el viento y el paso del tiempo.

La poeta todavía se encontraba un tanto incrédula por el premio conseguido, pero a la vez se sentía muy halagada por haberlo conseguido y muy agradecida a Calatayud, la ciudad que lo convocaba y se lo había otorgado. Recordaba su primer viaje a esta ciudad hace un año y su primera y grata impresión de Calatayud, que guardaba una cierta semejanza con su tierra melillense, un verdadero crisol de razas y culturas. Por todo aquello, aseguró emocionada, siempre se sentiría en deuda con esta ciudad de las torres y de las tres culturas.

La autora reconoce que escribió este libro, en la penumbra tocada de alegría, que escribía María Zambrano, «muy despacio en un cuaderno amarillo y así se le llamó durante un tiempo, mientras pasaba de mano en mano, acabado y a la espera de que le llegase su verdadero nombre». Y añade: «A este libro el nombre le llegó de aquel lado, en una playa llamada Mar Chica en la Bocana, frente a las llanuras de Bu Arg durante una estancia inolvidable, mientras releía a la querida María Zambrano y a Juana de Ibarbourou». Pero aquel libro del ayer, de un pasado todavía no tan lejano, veía ahora la luz en un tiempo distinto, en el ahora inmediato, que nos convocaba a todos a su renacimiento.

La poeta ama las cosas pequeñas, casi intrascendentes. El mundo da miedo, la enfermedad preocupa, el dinero puede que no llegue a cubrir las necesidades de todo un mes, las arañas torpes cruzan la mesa llena de papeles con mucha paciencia y diligencia, pero el mundo puede esperar todavía. Las cerezas robadas están aún ácidas, pero saben a fruta nueva y calman la impaciencia. Todavía es hoy y hay que aprovechar las horas  escribiendo en una mesa recién pintada o leyendo en una cama turca, con un fondo de coches y lavadoras automáticas, cantando una pequeña nana al viento del este y otra nana al viento del oeste, al viento que levanta las faldas, al viento que hace bailar a las palmeras, que levanta la tierra de las planicies resecas y se lleva el sombrero de palma hecho en Adouz, al viento que trae el olor y el murmullo del zoco de mujeres de Izemmouren en domingo, de las sandías y de las almendras de Berkhane, de los tomates de Trara, de las naranjas dulces, de los dátiles maduros, del té de media tarde, con el olor manso de las cabras y de los burros. A la brisa fresca que llega del mar que no tiene nombre, desde el puerto de Alhoicemas, al viento al que se cantan de memoria unos versos, que inclina los juncos y el espino, las jaras y la cola de caballo de las llanuras de Bu Arg, la cebada y los olivos milenarios. Al viento que roba el olor de los besos y de las rosas de abril por las calles, siguiendo el oscuro callejón del Ángel, tras las tapias del patio de las monjas. Al viento que se lleva en volandas las palabras, los nombres, los afanes y nos deja el recuerdo, la nostalgia y un poema que atesora un cuaderno de tapas azules o de tapas amarillas. Las mujeres cantan nanas al viento, mientras trabajan cantando, mientras viven cantando, vistiendo una vieja falda que se sabe la Aurora de María Zambrano de memoria, una falda azul que guarda secretos y remiendos, mientras los hombres lamen ombligos y dejan de hablar de la guerra mientras comen cordero un día de boda.

La poeta se retrata a sí misma como la mujer biológica más lenta de este lado del río. También nos dice que fue locuaz, infiel y desobediente y no llegaba a alcanzar «nunca las palabras». Es una mujer con todas las consecuencias y, sin dejar de serlo, puede ser mil o un millón de mujeres «superpuestas en otras dimensiones». La poeta busca «caminos con corazón y sin fuego, veredas desbrozadas y vueltas a cubrir por las sombras del miedo, sin miedo y sin palabras». Confiesa que le gustan las mujeres que no son como las rosas y los hombres, biológicamente hablando, que son como las rosas. «Tocarlos. Apretarlos. Sentir su pecho junto al mío y el latido del pájaro que duerme en sus pezones».

Las muchachas guardan sus secretos en el corazón, mientas hilvanan el bajo de una falda, mientras cantan al viento y a las olas del mar de Alborán, mientras se quitan las sandalias y la falda y esperan desnudas a sus amantes que regresan de Badis o de donde Abd-lkader, mientras la cebada de marzo se acuna con el viento de marzo, bajo el cielo de marzo, bajo la luna de marzo en el Rif, al borde de los bosques de algarrobos, donde corren los niños que una vez se quisieron. Pero el «tiempo de la dicha no perdura». Los abrazos se dieron, se compartieron y un buen día los amantes se fueron en un barco, cruzando el mar sin pasaporte. Sin embargo otros hombres y mujeres llegan todos los días a la frontera, se miran como si ya se conocieran, los ojos los delatan, pero las palabras que no se han pronunciado se convierten en versos y añoranzas. Tierra de frontera, tierra de paso de un mundo a otro, tierra de dioses ensimismados, tierra sin tierra frente a un mar que deslumbra. El cielo azul, el mar que cabe en una caracola, la luz que ciega, el aire caliente que arrastra una nube de polvo del desierto, las calles estrechas donde la vida pasa como las nubes, las canciones que cantan las mujeres desde que el mundo es mundo y esas pequeñas llamas que alumbran apenas unas horas de la noche, de las largas noches de los hombres. Poesía, señores, «Poesía puede ser cualquier cosa. Hay que ponerse las gafas de poeta y de mirar el mundo de otra manera». Modos y maneras. Dioptría y poesía.
Como despedida, la poeta recitó de memoria sus poemas al viento y se liberó completamente de ellos. Ya no eran suyos, ya no le pertenecían por completo, ya eran nuestros, ya eran de todos. Y entonces los pudimos leer cara al viento, en una tarde oscura que aún no era mañana.

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